jueves, 27 de septiembre de 2012

Un momento para disfrutar...

     Platón, en el Fedro, aseguró que los libros no podían reemplazar a los maestros porque no respondían preguntas. Protestó también que el libro no podía elegir a sus lectores, señalando el riesgo de que estos resultaran estúpidos o malvados. Clemente de Alejandría tenía la misma prevención y garantizaba que escribir un libro era dejar una espada en manos de un niño.
    Muchos lingüistas modernos han prometido la incompetencia de cualquier texto para comunicar ideas y se han esforzado en perfeccionar un estilo que no los desmintiera.
   Pero señalar la insuficiencia de un género, desde el ejercicio de ese mismo género, es una conducta que merece nuestra perplejidad cuando no nuestra desconfianza.
   Digamos -eso sí- que en la Antigüedad clásica, un libro era la abolición parcial de una ausencia o una precaución contra el olvido. El maestro dejaba un texto que, en cierto modo, lo sustituía. Lo mismo ocurría con los poetas y cantores. Refuerza esta idea el carácter oral de las literaturas primitivas. Hasta bien entrada la edad cristiana, se leía en voz alta. Los príncipes se encerraban para leer sus cartas, no solo para que no los vieran, sino también para no los oyeran. San Agustín en sus Confesiones, relata su asombro al encontrar a San Ambrosio leyendo en silencio.
  Recién en la Edad Media, el libro se convierte en un objeto venerado, no solo por ser vehículo del saber, sino además por su altísimo costo. Copiar una Biblia llevaba años de trabajo. El pergamino exigía la piel de un cordero por cada cuatro folios. Una epopeya más o menos extensa podía acabar con los rebaños de toda una región.
   La imprenta y la difusión de la lectura ilusionaron a los pensadores progresistas que llegaron a creer que cuando todos supieran leer, terminarían las guerras. Esta confianza está bien lejos de las dudas platónicas.
   Quien esto escribe simpatiza con los libros en general, aunque decree de este en particular. Corregir un texto, hacerle unas añadiduras y darle otro formato es una tarea más cercana al engaño que a la creación.
   Por cierto, he tratado de encontrar nuevos datos sobre el destino de los Hombres Sensibles de Flores, con el melancólico resultado de que todo el mundo me recomendara la lectura de este libro.
   Mi encuentro con Tamas Dorkas, el caminante, me hizo abrigar la esperanza de una reaparición de Manuel Mandeb en las calles de Flores. Pero el polígrafo no compareció. De cualquier modo creo que no hice mal en agregar esta historia a las ya existentes.
   Me propuse asimismo remodelar algunos párrafos que me aparecían algo toscos. Pero mi agudeza para advertir errores es mucho mayor que mi habilidad para remendarlos. Soy, indudablemente, mejor lector que escritor.
   Con cierta vanidad, puedo anunciar, sin embargo, que la expulsión de ciertos capítulos resultó perfecta.
  Las consideraciones anteriores desembocan redondamente en una nueva disculpa destinada ahora a quienes ya conocen estas crónicas: los trabajos realizados sobre ellas no han sido de mucha utilidad. Se encuentran  ustedes ante el mismo libro que ya han soportado una vez. Un libro torpe, construido sin embargo con las ideas nobles que tuvieron su cuna en otras mentes. Como quien dice un chalecito edificado con ladrillos del palacio de Nabucodonosor.

"Crónicas del Angel Gris"  Alejandro Dolina

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